martes, 7 de abril de 2009

El personaje como punto de fuga

Felipe Fernández
LA NACION

Un periodista es enviado a Oreja de Perro, un caserío situado en el departamento de Ayacucho, donde abundan las fosas clandestinas que recuerdan la época del terrorismo de Sendero Luminoso y la represión del ejército. El cronista debe cubrir la visita del presidente Alejandro Toledo (2001-2006), quien cerca del final de su mandato "ha escogido la zona para iniciar un programa de reparto de dinero para los campesinos".

El inicio de Un lugar llamado Oreja de Perro (Finalista del Premio Herralde de Novela) parece anunciar un argumento centrado en la violencia política de aquellos años, pero el texto pronto se desvía en otras direcciones. Su autor, el peruano Iván Thays, acomoda al protagonista y narrador de la historia como un punto de fuga en el cual convergen los diferentes episodios que componen la estructura de la obra.

Al hombre de prensa le atrae el concepto de la maldad como esencia del ser humano, más que el de la verdad buscada por la comisión encargada de investigar los crímenes cometidos en la zona. También parece obsesionado por el caso de una persona que perdió la memoria y la posibilidad de considerar la amnesia como una liberación. Sin embargo, estos temas quedan a la deriva y no reciben un desarrollo concreto.

Dos hechos han sacudido el mundo afectivo del periodista y configuran su estado mental cuando llega a Oreja de Perro: la muerte de Paulo, su hijo de cuatro años, y una crisis en su matrimonio que sugiere una ruptura definitiva. Hay una larguísima carta de su esposa Mónica que debe contestar, en la cual supuestamente le dice por qué lo ha abandonado.

En el albergue donde se hospeda conoce a Jazmín, una muchacha que ha quedado embarazada de un militar. Con ella inicia una relación sexual sin demasiado compromiso de parte de él, como si sólo intentara anestesiarse contra la melancolía y la frustración que carga en el alma. Podría intuirse, en este punto, una identificación con el amnésico, que perdió la memoria "luego de matar en un accidente a su esposa y su hijo", pero esa frágil conexión simbólica no basta para hablar de simetría o unidad.

Thays cuenta las cosas con solvencia. La primera persona le da aire y libertad de movimiento para discurrir a tientas, sin ajustarse a una orientación precisa. El uso reiterado del punto y aparte ordena las oraciones en flujos espaciados, como si quisiera remarcarse que la aparente falta de trabazón en la trama intenta reflejar la pausada indiferencia en las reflexiones del protagonista (al que por alguna razón no se le da un nombre). Las intervenciones de Scamarone, el bufonesco fotógrafo que lo acompaña, funcionan como un medido contrapunto cómico.
La escritura gana solidez y la visión se vuelve más nítida en los fragmentos dedicados a la evocación de la muerte de Paulo. Mediante un tono sencillo y despojado se logra transmitir la inmensidad de una pérdida que no requiere de estridencias sentimentales. El mismo recurso ennoblece los meritorios pasajes en los cuales Jazmín relata sus vanos intentos por localizar y rescatar a su madre, detenida por las fuerzas de seguridad. Los capítulos destinados a construir el personaje de Mónica, en cambio, no alcanzan la misma eficacia literaria.

La novela transcurre en un par de días. El regreso del periodista a Lima deja varios enigmas pendientes y un final, tal vez demasiado abierto, que el lector debe cerrar con su propia imaginación.

miércoles, 7 de enero de 2009

La nieta de Hellmans

Por Mario Bellatin

Para l.f.f, el verdadero autor

Ayer olvidé nuevamente regar a hellmans. Suele suceder. A pesar de que hace años, en la clase de botánica, nos dijeron que debíamos estar atentos a su cuidado, pendientes de proveer lo necesario para que hellmans continuase de manera normal con su crecimiento. Que mantuviera las condiciones adecuadas para seguir engendrando retoños. Hasta ahora sólo podemos estar seguros de que posee una hija, lo de la nieta es sólo una manera de mirar las cosas. Puede ser que sean, tanto los hijos como la nieta, sólo extensiones caprichosas de su anatomía, si es que las plantas poseen semejante conformación. ¿Se les llamará anatomía a sus estructuras? En este caso la de hellmans parece ser bastante compleja. A pesar de que el maestro en clase nos trató de explicar su conformación molecular, nunca he podido estar seguro de dónde comienza y acaba su individualidad. Lo que nos pareció sorprendente –recuerdo que lo comentamos con otros compañeros de curso- es cómo hellmans parecía desafiar las reglas de la naturaleza que aprendimos a lo largo de aquel curso escolar. Creo que en ese periodo se sitúa el inicio de mi odio posterior a todo lo que tenga que ver con lo que suele conocerse como docencia. En ese curso de biología asistimos a una suerte de homenaje a la muerte. Todos los demás retoños que plantamos durante la primera semana de clase desaparecieron casi de inmediato. Salvo hellmans, quien me acompaña hasta ahora, en que comienzo mi propia vejez, encerrado en un frasco que conseguí de una forma que aún me causa cierto tipo de vergüenza… Algunos de mis compañeros de aquel entonces mantuvieron durante algún tiempo los frascos ya vacíos, en los que habían colocado -envueltos en algodones- los frijoles o garbanzos que el primer día de clases nos pidieron hacer germinar. En aquella ocasión nos solicitaron llevar durante las jornadas siguientes los implementos necesarios: el frasco, los trozos de algodón y unas cuantas habichuelas. El maestro las llamó así, habichuelas, aunque podíamos llevar cualquier grano factible de transformarse. Citó esa vez, quizá para que entendiésemos de manera más clara sus intenciones, un versículo de la Biblia que algún tiempo después descubrí como epígrafe de Los hermanos Karamazov, donde se dice algo así como si el grano no germina no germina y si germina sí germina. Recuerdo que no tuve mayor problema con las tres muestras de frijol que encontré dentro de una bolsa que hallé en el sótano de mi casa. Tampoco con el trozo de algodón que saqué del botiquín del baño. La dificultad me la dio hallar el frasco adecuado para semejante experimento. No descubrí uno solo vacío. En aquella temporada mis padres habían emprendido la peregrinación anual en busca del perdón de sus culpas. Se habían llevado en esa oportunidad a mis hermanos mayores. Yo debía esperar aún tres años más para unirme a ellos. Esa ocasión fue especial, pues era la primera oportunidad que tendría mi única hermana de participar en aquella actividad, extenuante incluso para los adultos. Primera y última ocasión, pues nunca más la volvimos a ver. Desapareció en medio de la procesión. Mi madre afirma que la imagen final que posee de su hija es donde aparece de espaldas dirigiéndose a comprar velas a un puesto cercano a la efigie principal del adoratorio que visitaban… Cuando mi familia partió no me dejó el dinero necesario para afrontar los gastos propios de lo días de ausencia. Tuve por eso que robar de una casa vecina el frasco solicitado por el maestro. En ese tiempo aún sostenía relaciones personales con una viuda que habitaba un pequeño cuarto situado en una azotea cercana. Pasé a verla antes de ir a la escuela. Haber tenido que ir a visitar a la viuda en aquella oportunidad es otra de las razones del odio, casi instintivo, que siento hacia los maestros. Aquella mujer tenía casi todo dispuesto para habitar en una sola habitación. Recuerdo que había una gran cantidad de libros en aquel cuarto. Ahora que lo pienso con detenimiento, creo que eran demasiados para las condiciones de vida que sobrellevaba. En una esquina había improvisado además una suerte de cocina. Contaba con una hornilla eléctrica, dos ollas pequeñas y algunos productos envasados. Fue allí donde encontré el frasco de mayonesa. Estaba a medio usar. Sin embargo, era perfecto para cumplir con el pedido del maestro de la escuela. Aproveché que la viuda aún no se había despertado del todo. El olor propio de su sueño invadía el ambiente. Me abrió la puerta casi dormida y volvió de inmediato a su cama, desde donde musitaba frases que no alcancé a comprender. Aproveché la ocasión para llevarme a escondidas el frasco de hellmans. Antes de salir no me acerqué a despedirme de la mujer. Era muy temprano. Como señalé, el olor que emitía a esa hora era penetrante. Tampoco deseaba enfrentarme al vaso con la dentadura que solía mantener al lado del colchón donde dormía. Al fin le robaba algo, pensé. Desde que la conocí intuí que terminaría cometiendo una acción semejante. Acabaría por despojarla de algún elemento que le perteneciera. Desde el comienzo de nuestra relación sentí que sólo mediante algún tipo de crimen terminaría restituyendo una suerte de equilibrio que sentía esa misma relación había destituido. En ese momento no lo podía saber, pero se trataba de la rehabilitación de un orden similar al que parece buscar hellmans, dentro de su frasco, al retorcerse y dar frutos tan ambiguos que es imposible saber a qué generación pertenecen. Bajé las escaleras llevando el frasco dentro del maletín escolar. El odio hacia el maestro se iba acrecentando a medida que me acercaba a mi centro de estudios. Ahora comprendo que posiblemente era una suerte de intuición la que me hacía prever que aquel educador iba a ser el causante de la existencia no sólo de un hellmans encerrado de por vida, sino también del nacimiento de su nieta y de las dudas que iba a causar entre los demás la verdadera esencia de aquel retoño. Aunque creo que el motivo real de mi odio hacia los sistemas clásicos de educación se originaba en haberme obligado a robar, a una pobre viuda además, un vil frasco de mayonesa.